ESTRATEGIA DE INVERSIÓN MINORISTA
Inversión minorista: ¿de un mercado regulado a un mercado intervenido?
Partir de la premisa de que las entidades financieras quieren engañar a sus clientes es algo populista y alejado de la realidad.
Publicado en Expansión el 02-06-2023
02-06-2023 — CM/2023/079
El título de este artículo lo hemos tomado prestado de un amigo y cliente con el que comentábamos hace unos días la eventual reforma del régimen de distribución de instrumentos financieros y de seguros con componente de ahorro e inversión.
En efecto, los legisladores de la Unión Europea (UE) quieren reformar este régimen para favorecer el acceso al mercado de capitales de los inversores minoristas. Y no les falta razón en desear mejorarlo: la inversión minorista en los mercados de capitales europeos representa el 17 %, mientras que, en los Estados Unidos, los pequeños inversores suponen el 43 % del mercado. La finalidad es adecuada, pero los medios propuestos pueden provocar el efecto contrario.
Desde que, el pasado 24 de mayo, la Comisión Europea publicó su propuesta de directiva, que confirmaba el texto filtrado unos días antes, el primer movimiento del sector ha sido el de respirar aliviado. La propuesta, en lugar de abogar por una prohibición total de los incentivos, los prohíbe solo en los servicios de mera comercialización, esto es, cuando la entidad financiera se limita a dar acceso al cliente, pero no le recomienda un producto concreto ni gestiona sus inversiones.
la normativa introduce también el concepto del “value for money”, que fuerza a las entidades a analizar el coste y el beneficio de los productos y a prohibir la distribución de los que se separen de la media
Valorando el efecto en comisiones, este cambio compromete unos 1.650 millones de euros en ingresos para las entidades, algo menos de la mitad de la cifra que se jugarían si la prohibición hubiese sido total.
La UE ha venido poniendo coto a los incentivos desde hace un lustro, cuando la normativa MiFID II los prohibió para los servicios de gestión discrecional de carteras y de asesoramiento independiente, aunque no fue tan restrictiva en la comercialización de seguros de ahorro, para la que sí los permite.
Es evidente que los incentivos —mecanismo por el que las entidades financieras reciben una contraprestación de los fabricantes de los productos en los que los clientes de estas entidades financieras invierten, en lugar de cobrar directamente al cliente por sus servicios— generan conflictos de intereses, puesto que las entidades podrían estar tentadas de recomendar los productos que más las remuneran en vez de los más adecuados para sus clientes.
En cualquier caso, partir de la premisa de que las entidades financieras quieren engañar a sus clientes no deja de ser una proclama populista y alejada de la realidad. Como en cualquier otro negocio, las entidades buscan relaciones a largo plazo con sus clientes y procuran, por ello, ofrecerles servicios o productos de calidad y con buenos retornos, pues, si no, perderían esos clientes en un mercado tan competitivo como el financiero.
Tampoco podemos obviar que el mercado de capitales, por definición, es volátil y que, por mucho que lo pretendan, no todas las entidades pueden asegurar retornos consistentes de las inversiones. Pocos podían anticipar la COVID-19 o la guerra de Ucrania, acontecimientos que han influido de manera determinante en el comportamiento de las economías del mundo y, por ende, de los mercados.
Algunas de las modificaciones incluidas en la futura directiva nos parecen acertadas, como el hecho de que se prohíba recomendar productos que generen costes adicionales para los clientes o el que se refuercen las características exigibles a los servicios de asesoramiento financiero. Todo ello provocará una penetración mayor de productos de gestión pasiva en las carteras de los inversores minoristas, además de un servicio de asesoramiento financiero más integral.
Incluso si la Comisión Europea apuesta por la prohibición total de incentivos —recordemos que el borrador aboga por revisar la normativa a los tres años de aprobarse para valorar si la prohibición debe extenderse a todos los servicios—, consideramos adecuado empezar por aplicarla a los servicios de comercialización, puesto que probablemente esta reforma, si se aprueba en su estado actual, potencie aún más los servicios de gestión discrecional de carteras y de asesoramiento no independiente, en los que el inversor recibe un servicio de mayor valor.
No obstante, la normativa introduce también el concepto del “value for money”, que fuerza a las entidades a analizar el coste y el beneficio de los productos y a prohibir la distribución de los que se separen de la media.
Este concepto, al que quizá no se le ha prestado tanta atención como a la prohibición de los incentivos, está mal entendido y resulta francamente desacertado, además de difícil puesta en marcha, en nuestra opinión. Fijar límites a los precios de los productos es intervenir un mercado, con los efectos perniciosos que eso conlleva, sobre todo en un mercado globalizado.
En primer lugar, se perjudica la calidad de los servicios y los productos. La intervención de los precios empeora la calidad y minimiza la variedad. Además, si ese precio se marca como una media de los precios del mercado, cada variedad de servicio barato bajaría el precio medio. Llegaríamos al absurdo de que los nuevos operadores, que suelen entrar con precios más bajos para hacer atractivos sus productos, provocarían un empeoramiento de la oferta, en lugar de mejorarla por el incremento de la competencia. Claro que los gestores que obtienen mejores retornos de manera recurrente son también los más caros, pero probablemente los son porque destinan más o mejores recursos a lograr esos resultados. Obligar a que esas entidades tengan que cobrar lo mismo que otras con peores resultados, provocará la reducción de los recursos que dedican, el empeoramiento de los retornos y menos interés por invertir en los mercados de capitales.
En los servicios ocurre lo mismo: no todos son iguales ni todos los inversores tienen las mismas necesidades ni estas se mantienen durante todo el ciclo de vida. Una persona joven con baja capacidad de ahorro es probable que requiera una oferta variada de productos a largo plazo que pueda contratar de manera telemática. Sin embargo, una persona de edad madura y con un patrimonio mayor puede requerir una asistencia personalizada y probablemente presencial, que en general será más cara. Si se tasa el precio de los servicios, nos encontraremos con servicios de peor calidad y las personas que buscan servicios de más valor, aun estando dispuestas a pagar por ellos, no los hallarán, porque las entidades no podrán ofrecérselos.
En segundo lugar, una medida como esta tiende a la concentración del mercado puesto que los gestores de mayor tamaño son los que pueden resistir mejor las bajadas en el precio por sus economías de escala.
Esto no solo perjudica la entrada de nuevos gestores y la supervivencia de gestores de nicho, dañando la competencia, sino que crea una dependencia excesiva de las grandes firmas, muchas de ellas, por cierto, no europeas. Defender la industria de la UE debe ser también una prioridad, y no se trata de un exceso de celo por los servicios y productos europeos, sino de fomentar un sector esencial para canalizar el ahorro a las empresas, generar empleo de calidad y, a la postre, no depender en exceso de terceros, como acabamos de vivir en el mercado de la energía.
No negamos la buena voluntad de nuestros legisladores, pero todos debemos huir de proclamas y análisis simples, y ponderar adecuadamente las medidas que se proponen. Sería una lástima que una reforma como esta rebajara la calidad de los productos y servicios, lo que sin duda frenaría nuestro interés en los mercados de capitales, algo esencial, sí, para las empresas, pero también para nuestra jubilación.
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